Las cárceles: un reflejo de la discriminación institucionalizada
Las cárceles en este país son un claro ejemplo de cómo se puede institucionalizar la discriminación hacia determinados colectivos.
Trabajo en un centro penitenciario de Andalucía, actualmente en un Módulo Residencial para internos penados multi-reincidentes. Algunos de ellos llevan más de 40 años encarcelados, con breves periodos en libertad.
Según las estadísticas de Instituciones Penitenciarias, el 80% de los internos no ha finalizado la educación primaria, muy pocos han tenido un empleo estable y la mayoría proviene de familias desestructuradas con una precariedad económica evidente. Además, un porcentaje alarmantemente alto padece enfermedades mentales graves: trastornos psicóticos, trastornos de la personalidad, patologías duales o trastorno bipolar.
En cuanto a las mujeres en las cárceles andaluzas, la mayoría ha sido víctima de violencia de género y aproximadamente el 30% pertenece a la comunidad gitana. Pero no hacen falta estadísticas para evidenciar esta realidad: basta con hablar con los internos para descubrir que la mayoría proviene de los mismos barrios, que no han ido al colegio —algunos son analfabetos, incluso jóvenes a los que debo leer notificaciones oficiales— y que, en su mayoría, pertenecen a grupos sociales históricamente discriminados, como los gitanos o los árabes.
En definitiva, la sociedad encierra en sus cárceles a los pobres, a los enfermos mentales y a personas de determinadas etnias, perpetuando distintos tipos de discriminación. No solo afecta a los internos, sino también a sus familias, estigmatizadas por el simple hecho de tener un familiar en prisión. Mientras tanto, nuestros políticos prefieren invertir recursos en apartar de la vista a los “individuos problemáticos” en lugar de abordar el problema de raíz: intervenir en los entornos desfavorecidos, garantizando educación, acceso a la sanidad, vivienda digna y oportunidades laborales, tal y como establece nuestra Constitución.
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